El tiempo en el que vivimos necesita definiciones. Creemos que las definiciones nos permiten ser efectivos, rápidos, resolutivos: cada cosa dentro de su contenedor, para ahorrar tiempo, en su sitio, para que no nos asuste. La rapidez tiene mucho que ver con la escucha y la concentración, que van despacio. Cuántas veces, acompañando mis historias, he escuchado definir a un niño, a una niña, incluso a una clase entera, antes de que los viera. Y no siempre con el cuidado de quienes quieren conocer a las personas pequeñas, sino como una advertencia. No se concentran. Ella no sabe escribir. Él no sabe leer. Qué diferencias de aprendizajes, aquí los buenos y allá los que no lo son –uno dos diez–. No respetan nada. No paran quietos. Son así, así y asá.
Los adultos necesitamos definiciones, listas en las que colocar. ¡Qué daño podemos hacer cuando encerramos a alguien en una lista! Embalsamarlo ahí, obligándole o a diferenciarse por oposición –con cierta rabia y un sentimiento de revancha; o a resignarse a encajar en la definición en la que le hemos enjaulado. Siempre en el mismo retrato, sin margen para progresar. ¡Cuán prudentes deberíamos ser cuando emitimos un juicio sobre alguien! Más aún si lo emitimos sobre un niño o delante de un niño. ¡Qué daño podemos causar si, por otra parte, dejamos fuera a alguien de su deseo de pertenencia! Quiero pensar que las cartas se pueden volver a barajar. Que cada historia es singular, que esquiva esquemas y estereotipos, que responde de formas distintas a la misma situación. La mirada hacia una persona, especialmente si se trata de un niño, debería dejarse sorprender. Las teorías basadas en modelos rígidos me hacen dudar. La realidad de cada uno es creativa, asombrosa. La realidad es complejidad y aceptar que pueda resultar indescifrable no es una derrota, sino la promesa de algo inacabable. A menudo la inclusión que ofrecemos se parece más a un encierro dentro de cánones y compromisos, que a una auténtica acogida. Es cierto que la pertenencia nos sostiene, nos corresponde como seres sociales, parte de una comunidad. Pero solo si nos respeta por lo que somos: caminantes, personas en constante transformación, con sus propias cifras y talentos multiformes.
La escritura –que siempre me ayuda a entender– ha transformado y despejado ese coacervo de consideraciones, creando una historia con el tono leve, pero exacto, de la ironía. Enseñándome que quién subvierte los esquemas, con transparente naturalidad, pone en marcha pequeñas transformaciones que se propagan en la realidad ensanchándola.
Fidel Burócrata, el protagonista de la historia, es el minúsculo emblema de un sistema en el que algunos, desde fuera, establecen quién eres basándose en lo que quieren o no quieren ver. Su actividad de certificador certificado de certificados es, en la ciudad de Rocaperfecta, la única forma de reconocimiento autorizada de la existencia. Antes de su acto, eres alguien que no existe, una paradoja que experimentamos cada día porque somos/son muchos los invisibles, los silenciosos a los que nadie presta atención porque no estamos/están en las listas que cuentan. Existir es que te reconozcan, te miren, te escuchen, te abracen. Luego están las niñas y los niños: para quienes las listas son bellas si tienen mucho espacio, si son intercambiables, abiertas, cambiantes. Puedes sentirte un día de una forma, otro de otra distinta, con la libertad de experimentar, cruzar y habitar para descubrir y entender. El ímpetu explorador de la clase hace que la artificiosa arquitectura en la que apoya el papel del funcionario Burócrata empiece a tambalear. Y las maestras Luisa y Luisita, con luminosa índole educadora, en vez de invitar a los niños a contenerse y seguir las normas, reconocen su derecho de no ser encasillados en una definición, y de ser vistos en su multiplicidad. Y los llevan a ver el funcionario certificador tres días seguidos.
Cristina Bellemo, TOPIPITTORI
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